Vemos a “extrañar” y “olvidar” tomados de la mano. Imagen extraña
e incompresible, hasta el momento en que uno empieza a entender.
Recorren caminos juntos,
oyen canciones. Incluso frenan de vez en cuando a bailar alguna pieza, aunque
todos los vean, a ellos nada les importa. Ni la gente, ni los ruidos, siquiera
el “qué dirán”. Caminan despreocupados porque ambos saben que marchan hacia el
mismo lado. El mismo camino sinuoso es el que los dirige, el que los apuntala. El mismo que algún día los hará desaparecer.
Se extraña lo que se siente y lo que se olvida, se vuelve
una huella tan fuerte que hace huecos en la calle. Siguen caminando porque deben
hacerlo, tienen la certeza insegura de que el caminar algún día les hará recuperar
la estabilidad a sus zapatos.
¿Se olvida? Pregunta
que ya casi no me hago. Acostumbro a creer que sí. Pero el olvido se convierte en costumbre
también, aun cuando luego decimos odiar ciertas rutinas grises.
Nos acostumbramos a olvidar, a borrar, a desaparecer. El problema
que tiene el olvido es que una buena parte de nosotros se pierde con él. Se cansan
el cuerpo, los horarios, hasta las penas se agotan de sí mismas. Los pesos
recaen sobre las cienes, sobre las rodillas, incluso sobre nuestro propio kilaje.
El cansancio se convierte en virtud, la mañana en pesadilla diaria, la noche en
un frágil descargo melancólico delante de un ordenador.
Ellos caminan despreocupados porque conocen cuál será su
meta. Se dan hasta el lujo y el placer de tomarse de la mano, de besarse en
viejas farolas de Recoleta, de mojarse con el agua de la lluvia y no temer a
caer resfriados.
Todo se convertirá algún día en ceniza, todo será solo parte
de futuros poemas, antes de que se acabe el tiempo, antes de esfumarse por fin.
“Extrañar” intenta, sin embargo, romper las reglas del juego, convencer al
olvido de que no camine tan rápido. Que se siente por unos minutos, que se tome
un café y se despabile, que no hay
apuros ni presiones por llegar a la meta, que el camino por más que parezca tan
largo termina por ser lo suficientemente corto.
Un respiro y una mirada cómplice, hacen que el olvido se
relaje por un instante. El extrañamiento le ofrece sus ojos, su boca, sus
manos. Le ofrece un pucho, una astromelia y una copa de vino. Incluso se
sientan por un instante a escuchar a Ismael en la barra de un bar mientras el
mozo les trae un Jack Daniels.
El camino sigue igual de corto, pero las piedras lastiman menos
los pies. El dolor se vuelve respiro, el respiro se vuelve esperanza. El olvido
descubre que “extrañar” no quiere irse, que saca de su galera miles de fórmulas
únicamente para no perderse. Pero el “olvido” no entiende de magias ni tampoco
de amores. Sólo entiende de clausuras, de partidas y de niebla. Caminan por
Buenos Aires y Buenos Aires se vuelve tan gris. Algo tan parecido a Londres, y
tan lejano a Madrid.
Se vuelve opaco ese camino cuando vuelven a levantarse.
Extrañar se queda con ciertas ganas de más, pero el olvido rápidamente se
levanta y apresura su paso. Extrañar se da cuenta que no hay límites para lo
que siente, pero aprende también que al olvido no puede siquiera negociarle
cinco minutos más porque este sabe que de entregarlo, tal vez esos últimos
cinco minutos que le regale, podrían convertirlo en algo diferente para lo cual
fue creado.
Dejaría de ser “olvido”, se convertiría posibilidad y la
posibilidad en algo nuevo y así “extrañar” dejaría de ser también, y se
convertiría en ganas, en risas, en soles. Ambos serían algo que no son, incluso
tal vez algo mejor.
Pero no fueron creados para eso. Uno solo debe extrañar y anhelar
que no se acabe el tiempo. El otro, indefectiblemente debe ser seguir su paso,
romper con todas las fotos, hacer de cuenta que “extrañar” nunca existió, quemar
los recuerdos que queden y dejar como en cada historia, una huella más en el
olvido.
TINI
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