Nunca terminaré de entender ciertas cosas del tiempo.
La facilidad con la que se marcha lo que tarda tanto en llegar.
Ciudades vacías. Flores secas. Colectivos que ya no
hacen ruido. Primaveras que no florecen. Sueños que se retrasan. Relojes que se
detienen.
Siempre dependemos del tiempo. Para todo. Para despertarnos,
para hablar, para quedarnos en silencio, para olvidar.
Nadie muere ni morirá por amor. No obstante, por algo
uno se obliga a olvidar tan forzadamente a veces. Y olvidar, no siempre resulta
placentero.
Si hablásemos de la navidad uno se quedaría sin
brindis ni regalos. Si hablásemos del invierno, se nos acabaría el frío. No habría
juegos ni marcas en la nieve. Si hablásemos del humor, nos quedaríamos sin la
risa, seríamos un consuelo de muecas forzadas a celebrar un chiste que ya nadie
aplaude.
Uno se obliga, no se muere, pero se agota. Siempre creí
en lo mismo. Es más sencillo lastimarse y quedarse atrás que volverse feliz y
construir un camino. Ser feliz siempre se trató de momentos. “Somos instantes”
diría Cortázar. Y vaya si lo somos, algunos pueden durar una vida. Otros siquiera
superan el período de prueba.
Fuimos la parte dura de un comienzo laboral. Tres meses
a prueba en donde uno se entusiasma, pone lo mejor de sí, proyecta caminos,
metas, sueños, piedras, planes, ganas. Tres meses para dar vida a lo mismo que
luego se convertirá en encierro.
El encierro, puede hacerse también parte del olvido. No
por ser menor el tiempo es que resulta más fácil. Hay períodos de prueba que a
veces, por cortos, nos duelen una vida.
TINI
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